viernes, 14 de noviembre de 2008

ASÍ NOS QUIEREN VER

Reflexiones en frío y en caliente sobre el antifascismo

El goteo cada vez más grueso de agresiones fascistas por todo el país, y en especial el cruel asesinato de Carlos Palomino a manos de un nazi (y militar por más señas) cuando se dirigía a participar en una manifestación contra Democracia Nacional en el distrito madrileño de Usera el 11 de noviembre del año pasado, ha provocado y sigue provocando una oleada de indignación tan sólo equiparable a la reacción pasional de la calle, no sólo en Madrid, sino por todas partes. Esta reacción en carne viva de los “instintos naturales de la rabia, la venganza y el dolor de perder a un compa”[1], que debe entenderse en un contexto en el que llovía, llueve y lloverá sobre mojado, no puede sino congratularnos, pues en efecto había muchos motivos para “agradecer a toda la gente que ha participado durante estas dos últimas semanas en la infinidad de convocatorias (…), a todxs lxs compas del Estado que han demostrado que todos somos uno y que el Apoyo Mutuo es una realidad”[2]. Tanto más cuando se recuerda las condiciones muy difíciles en que se desenvolvieron algunas de esas manifestaciones, como la tensa concentración del 17 de noviembre en la Puerta del Sol, o la del sábado siguiente en Atocha que consiguió burlar a la policía llegando hasta Legazpi. Imposible, humanamente imposible por otro lado mantenerse al margen de provocaciones con un simbolismo tan perverso y flagrante como el mitin de Nación y Revolución en la Plaza Tirso de Molina, en plena frontera de Lavapiés. Resulta lógico, por tanto, que varias de estas protestas desembocaran en verdaderas revueltas, lo que en sí mismo no es precisamente malo; muy al contrario, lo peor es que no hubiera pasado nada como respuesta al asesinato de Carlos y a otros hechos similares, aunque sólo sea como una señal de aviso que se envía a los fascistas y al Estado que los tolera y utiliza.

Dicho esto, todo indica que tal reacción lógica e inevitable se ha convertido en el imán movilizador y la gran bandera de los grupos y colectivos que se consideran revolucionarios, lo que ha tenido consecuencias no siempre positivas sobre las que vale la pena reflexionar si se quiere ir un poco más allá de los “instintos naturales”, única forma de impedir que tanto la muerte como el dolor y la pena hayan sido en vano. En concreto, sobre la función y el funcionamiento del antifascismo y de las formas y métodos de su combate, y de la repercusión de esos métodos en la sociedad en general, especialmente en el resto de la clase (o masa) a la que se supone pertenecemos. Pues se supone también que nuestra lucha no se da en el vacío, ni es un hobbie o manía personal, sino que se inscribe en un contexto mucho más amplio que le acoge y le da sentido, que le debería acoger y dar sentido, si es que es mínimamente cierta esa guerra social de la que tanto hablamos y tanta abstracción hacemos a veces en nuestro pensamiento crítico y en nuestros actos concretos.

En tal debate, amargo y delicado pero ineludible, habría que empezar con una banalidad de base que no lo es tanto: que, como afirmaba con lucidez una hoja repartida en una manifestación en Valencia, esta “es una lucha parcial de una mucho más global”, por lo que “concentrando todos los esfuerzos en el antifascismo se cae en un círculo vicioso de acción-represión del que es difícil salir, cuando no en acciones meramente simbólicas o folklóricas (…) y por otro lado suele derivar en un sin fin de peleas callejeras de dudosa efectividad ´política´”. Entendámonos bien: la lucha antifascista es obligada en cuanto que las organizaciones (o sectas) que se reclaman del fascismo ejercen una violencia intolerable e intentan manipular las tensiones de la inmigración y la frustración de algunos jóvenes despistados, por lo que es más que legítimo que se emprenda un combate teórico y práctico contra ellos, cuando no una pura y simple autodefensa que no precisa de más justificaciones. Pero habría que tomar conciencia, en el caso de que no se haya hecho, de la distancia oceánica que media entre esta lucha y la guerra contra el fascismo realmente existente hoy en día, es decir, el que se expresa triunfante por medio de la economía, el espectáculo y la vida artificializada: guerra que se plantea entre el capital y el trabajo, entre el poder y la libertad, entre la mercancía y el mundo, entre la pantalla y lo sensible, entre el urbanismo depredador y la naturaleza mutilada, entre la técnica vampírica y la autonomía de la persona. Guerra total y proteica que sin embargo no pasa hoy por hoy por los grupos fascistas, fenómeno repugnante y sangriento pero residual, incapaz de seducir con su magia caducada y sus rituales pasados de moda en un mundo entretenido por los milagros de la ciencia (ficción) y los pasatiempos autistas del ocio dirigido, e innecesario por esto mismo para la dominación excepto en momentos puntuales o desbordes atroces que bastan, eso sí, para ponerles en su sitio como medida puramente profiláctica. Pero hay que repetir que un reality show, un evento deportivo, un concierto de rock, el lanzamiento de un nuevo automóvil o de un juego de ordenador, la inauguración de otro museo de arte contemporáneo, el anuncio a bombo y platillo del penúltimo descubrimiento de la ingeniería genética, la publicidad omnipresente…son infinitamente más útiles al capitalismo, y son más representativos de su razón y deriva totalitarias, que todos los partidos de la extrema derecha española, europea y mundial.

Por eso, y aunque suene duro, lo peor de la lucha antifascista tal y como está planteada, y tal y como (corríjaseme si me equivoco) es vivida por muchos de sus militantes, es que supone un clon degradado, una representación del antifascismo histórico sin su verdadera sustancia política y social[3]. Porque sería vivir una absurda ilusión ideológica creer que las “peleas callejeras” contra los neonazis actuales reviven las refriegas del Milán de 1921, del Berlín de 1933, o de la Barcelona de 1936, cuando el fascismo no sólo era un temible esbirro al servicio del capital, sino un verdadero movimiento de masas que con su propio programa y su dinamismo demoníaco superó la maldad capitalista, conduciendo a la especie humana a un nivel de degradación aún mayor. Quizás por esta razón, al chocar una y mil veces con grupúsculos esqueléticos que no tienen apenas apoyo social, y son interpretados por la sociedad como bandas de psicópatas indeseables que se mueven entre el gamberrismo hooligan y el frikismo político, se corre el peligro de que nos convirtamos en lo mismo; que al dar prioridad, y concentrar todos nuestros esfuerzos de una manera desmesurada y pública en el combate contra grupos que son políticamente marginales, caigamos en la misma marginalidad política, en el mismo vacío ensimismado que desde dentro es todo y desde fuera nada, la nada política, la insignificancia social y la ininteligibilidad intelectual y emocional que condena a la indiferencia, mezclada de miedo y desprecio, a las peleas entre tribus urbanas, rockers y mods, latin-kings y ñetas, fachas y antifas.

A esta indiferencia se puede responder, como hacía el pretendiente Carlos VII cuando le informaban de una nueva derrota, que no importa, contestando al desprecio pequeño burgués con la soberbia del que ya está en la otra dimensión de la revolución social y no necesita por tanto a la sociedad. Pero, como no somos precisamente carlistas, ni sabemos en qué dimensión estamos o dejamos de estar, más que nada porque últimamente las dimensiones (tiempo, espacio, muerte, vida, verdad, mentira, deseo, manipulación) ya no son lo que eran, tenemos que decir que a nosotros sí que nos importa, y mucho, porque de ese eco que llega desde o a través del espejo depende que un movimiento revolucionario sea eso, revolucionario, y no un simple reflejo de las pasiones individuales de resentimiento y rabia que se traducen en la acción inmediata. Y no se habla de una cuestión moral, pues queda fuera de toda duda la sinceridad y justificación de esas pasiones y acciones. Pero esto no explica todo, ni es coartada para cualquier cosa.

En este sentido, y con el máximo respeto pero hablando claro porque no nos queda más remedio: no puede sino inquietar que la noticia del asesinato de un joven de 16 años haya generado un impacto social tan pequeño y tan poco duradero, y un respaldo a las movilizaciones antifascistas tan escaso, tanto en el momento caliente como en los homenajes más fríos que han venido después, fuera de nuestro círculo acostumbrado, especialmente si lo comparamos con otros asesinatos y otras provocaciones, origen, ellas sí, de una conmoción general y de una repulsa visceral y activa indudables. Por limitarnos a Madrid recordemos que unas 7000 personas acudieron a la manifestación de la Coordinadora Antifascista el 21 de noviembre de 1994 en protesta por el asesinato de la inmigrante dominicana Lucrecia Pérez. En cambio, en la concentración de Sol del 17 de noviembre participarían 500 personas, que subieron a unos dos mil en la manifestación del sábado 24. Es verdad que los tiempos han cambiado (a peor), que a veces la cualidad es más decisiva que la cantidad y que el solo hecho de la ruptura del bloqueo policial logrando el objetivo de llegar a Legazpi el sábado 24 vale por todos y cada uno de los desfiles ciudadanistas. Sin embargo, estos matices no pueden convertirse en excusas que oculten lo evidente. En este sentido, el que la manifestación en homenaje a Carlos del 11 de mayo reuniera solamente a 400 personas no fue precisamente un buen síntoma: como reconocía un comentario anónimo en Klinamen, “una manifestación tan anunciada y con un fin, digamos, no muy sesgado ideológicamente, con esta afluencia da muchísimo que pensar”. La falta de asistencia puede deberse a que el peligro fascista y el combate para “impedir que estos grupos se manifiesten tranquilamente hoy, alentando la xenofobia y el racismo y dándoles la oportunidad de que crezcan, de que consigan engañar a lxs trabajadorxs más afectadxs por la crisis que se avecina” se plantea y manifiesta en otra dimensión, y con protagonistas muy distintos. Por otro lado, ¿ha existido un interés real en ampliar esas protestas más allá de los sectores (juveniles) que ya participan en ellas? ¿Se ha apelado con sinceridad, comprensión y generosidad a las amas de casa, a los trabajadores grises y vulgares, a los vecinos del 5º, en una palabra, a la gente normal que nos rodea en nuestros barrios, institutos y centros de trabajo? Es cierto que se hicieron asambleas abiertas en las que participaron asociaciones de vecinos, y que generalizar siempre es injusto y desacertado, pero, visto lo visto, las tácticas adoptadas que impedían cualquier alianza, los discursos autoreferenciales por no decir sectarios, las bravatas innecesarias…la respuesta parece ser no. Que no nos extrañe entonces que, en justa correspondencia, lo que llamamos “sociedad”, o “clase trabajadora”, entes sin duda cada vez más abstractos y patéticos pero no del todo inexistentes, nos respondan con la misma moneda de indiferencia y desprecio, masajeados además como están por un sistema de acondicionamiento mediático que tiene todo el interés en que esto sea así para siempre jamás[4].

Quizás el problema de fondo es que, en gran parte al menos, el ambiente “radical” o “revolucionario” se considera a sí mismo, lo reconozca o no, extraño a una sociedad a la que tacha (seguramente con mucha razón) como cobarde, sumisa y en definitiva colaboracionista de la dominación. Por eso desde esta óptica hipertrofiada, revolucionario sería aquel que ha roto con sus semejantes podridos y se aísla de ellos tanto o más que se enfrenta con el poder que a todos oprime. Pues aunque siempre existen las debidas excepciones, parece como si el “movimiento revolucionario” y los variopintos proletarios de carne y hueso vivieran en universos paralelos que nunca se tocan ni mezclan, y como si esa escisión se repitiera a su vez en la vida del que combate este sistema. Quizás por esta razón, las propuestas que el medio radical articula acerca del baile de San Vito del paro y del trabajo, los sueldos miserables, las mercancías adictivas o el timo inaudito de la vivienda, suenan muchas veces a mecánico, ritual, aprendido, y hasta alejado de la experiencia real, con nombres y apellidos, del que vive en la primera persona de la confusión, el desaliento y la ira tal explotación, sin recurrir a la ideología como método de consolación y manual de supervivencia trucada. Como si se aparentara que no hay vasos comunicantes entre la conciencia radical y la existencia miserable y mediocre que es la nuestra en su casi totalidad, aunque convenimos que no totalmente; como si por ejemplo fuera mejor no hablar, pues da vergüenza y al fin y al cabo es un asunto reformista, del trabajo mondo y lirondo que finalmente nos hemos tragado, pues en efecto somos proletarios y no burgueses, y tragar es lo propio del proletario aunque también lo sea vomitar y morder. Sobre todo, se trataría de no actuar como revolucionarios en este campo ni en ninguno que se le parezca, si para ello hay que bajar del pedestal y hablar con los otros, pues ya se sabe que están alienados y sin duda engrosan el franquismo sociológico.

Puede que esta ruptura sea más ficticia que real si se analizara con rigor la vida de cada cual, pero el aislamiento por desgracia es cierto y cada vez mayor. Sin embargo, tampoco es esta la cuestión. Porque debajo de las toneladas de apatía rumiante, debajo de las aguas abisales del conformismo ideológico, la lucha continúa y el conflicto sigue vivo: en el trabajo mal hecho, en la tensión con el jefe, en las huelgas de ciertos sectores que ya no son tan amables y no dudan en ensuciar esto o romper aquello, en la desesperación, en el aburrimiento. Malestar difuminado que a veces estalla irracionalmente (dicen) en el vagón de metro porque se para, o en el barrio porque quieren poner parkings o parquímetros o no dejan hacer botellón, conflictos parciales, humildes y hasta ridículos cuando la opresión asciende al mismo ritmo que se hunde la naturaleza en el pozo sin fondo del desarrollismo, pero conflictos que informan de una (micro)guerra social que prosigue por otros medios, los que malamente encuentra la masa de mónadas en la que nos hemos convertido, a la espera de reencontrar los viejos y buenos de antaño[5]. Y hay que insistir en que si no fuera así, entonces no hay lucha entre explotadores y explotados ni subversión ni revolución ni nada a lo que encomendarse, con lo que nuestra actividad se reduciría a un juego, o una afición, o una solución individual respetable pero inocua. Como no lo es, será porque debe existir ese combate más amplio del que surge y en el que se inscribe, quiéralo o no, bien o mal, con mayor o menor claridad teórica y acierto práctico. Sólo que, para que lo mejor suceda a lo menos bien, se debería procurar que esas luchas, las suyas y las nuestras, las espontáneas y las especializadas, las de denominación de origen radical y las que carecen hasta de nombre, se hagan más conscientes de sí mismas, esto es, conscientes para todos.

Para ello no es necesario, todo lo contrario, rebajar la (presunta) radicalidad de los planteamientos, ni de resignarse con la prosa reformista de las reivindicaciones de la supervivencia olvidando la poesía revolucionaria del ir a por toda la verdadera vida[6], ni de ser amables ni dialogantes para “caer bien” a gente que no necesita amigos, sino en todo caso compañeros de lucha, pues es el aislamiento, y la sensación de derrota individual y colectiva que lo genera y viceversa, el que explica muchas veces que ni haya compañerismo, ni haya lucha. La cuestión está, una vez más, en que el combate sea verdaderamente real, es decir, que afecte a la realidad que nos aplasta como aplasta al resto de congéneres: que contenga en sí y que movilice, en una época de ficciones y sucedáneos, la mayor realidad (que no realismo) posible e imposible. Hoy por hoy, lo que llamamos antifascismo no lo tiene, o no en el grado suficiente, aclarando de nuevo que sería una estupidez y una ofensa decir que la acción antifascista carece de toda importancia y de todo sustrato real. Seguramente por esa insuficiencia de realidad no suelen ser los propios vecinos de los barrios “amenazados” por el fascismo los que nutren las manifestaciones antifascistas, sino militantes llegados de otros sitios, lo que debería hacer reflexionar si no se estará cayendo en una pose “vanguardista”, “militar” o (si lo anterior resulta demasiado duro e injusto) al menos separada, al pretender “defender” al “barrio obrero” o a “los inmigrantes” de un peligro que estos ni sienten ni padecen, y por lo tanto se abstienen en su gran mayoría, volviendo a hacer las honrosísimas excepciones, de cerrar filas con aquellos que tienden a hablar y actuar en su nombre. Y cuando sienten y padecen estos peligros saben y prefieren defenderse ellos solos, como lo demuestran los disturbios de la Cañada Real, el penúltimo incendio de las banlieus francesas, o la organización, también en Francia durante los años 70 y 80, de grupos de autodefensa de jóvenes inmigrantes de segunda generación, árabes, negros, portugueses o…españoles, contra los ataques de los skin-heads del Front National. Pero quien paseara la tarde del viernes 29 de febrero por la Plaza de Lavapiés, se encontró con el ambiente habitual de familias magrebíes cogidas de la mano, latinos compartiendo un trago en un banco, y turistas de lo multicultural repantigados en las terrazas de los bares, escena muy alejada del clima de pánico y guerra que describían comunicados como 29F Nos hemos encontrado, ahora la autoorganización. En ese texto se reconocía que la contramanifestación agrupó “entre trescientas y cuatrocientas antifascistas entre las que se podían ver jóvenes de diferentes etnias”, lo que es verdad y desde luego muy alentador, y un buen fruto de la labor de información que se hizo durante esa semana entre los colectivos inmigrantes, pero también muy alejado de las miles de personas que habrían salido a la calle, en Lavapiés, si realmente hubiera existido una amenaza escuadrista[7]. De esta manera, concentrar toda la energía y la rabia en un combate en el que no se tiene la iniciativa ni en los tiempos elegidos ni en los medios utilizados, sino que se responde como un acto reflejo a cada maniobra que se le ocurre al enemigo[8], sólo puede tener una utilidad, aparte de la meramente defensiva: la de malgastarlas. Quizás sea esa la verdadera función de los grupúsculos fascistas, hipnotizar y atraer a una lucha estéril a los grupos y colectivos que más en serio se toman la liquidación social, para que descarguen toda su energía fulgurante como se descarga la electricidad del rayo en la tierra baldía, haciendo del fascismo no ya la espada de la economía o el látigo de la economía, sino tan sólo su vulgar pararrayos. Como decía una vieja canción casi olvidada, “te van a colgar la nueva moda, así te quieren ver, así te quieren ver, y a ti que no te importa”. Así nos quieren ver, pero ya hemos dicho que a nosotros sí que nos importa.

En este sentido, si tuvo alguna importancia la célebre algarada del año pasado en Alcorcón, y sí la tuvo en tanto que conflicto paradigmático y fuente de lecciones, fue justamente esta: que nació de los fantasmas y las paradojas desagradables que surgen de la nueva tectónica de placas sociales y psicológicas originada por los movimientos del mercado, la inmigración obligatoria y la guerra de todos contra todos por la nada, conflicto corriente donde los haya en el sentido de que afecta a todos y no a los únicos, conflicto que nace pues de lo común y no de la ideología; que supo realizar la crítica del fascismo en la calle, desligándose tajantemente tanto de las tentaciones racistas como de la “protección” del Estado; que se contagió a otros sectores y a otras edades, trascendiendo sus propios límites de pelea insignificante entre adolescentes para politizarse como revuelta de barrio obrero contra todo aquel, mafioso o fascista, que intentara imponerse; y que así fue entendida por muchos de sus vecinos, haciendo renacer la vieja idea o mito de la comunidad obrera[9]. Y si bien esa idea de comunidad es irreal, aparte de insuficiente y equívoca como ya lo era en su momento de esplendor, hoy resulta imprescindible recrear una realidad análoga entre los proletarios del producto interior bruto y los importados, so pena de que sucumbamos todos al problema insoluble de la convivencia entre las masas de mil orígenes y culturas que se ven obligadas a arrejuntarse, muy a su pesar porque casi nadie emigra por gusto, en los almacenes de mano de obra barata y consumo estabulado que interesan a la economía. Insoluble, bajo el capitalismo que ha hecho posible tal acumulación, que la gestiona y que la necesita exactamente tal y como es, como revoltijo formado por individuos aislados que se aferran a sus señas identitarias porque no tienen nada más. Como explicaba ¿Quién espía los juegos de los niños?, “la aculturación radical de todos los recién llegados, y su asimilación inmediata por la cultura anfitriona, se muestra como un imposible”, por lo que la dominación tiene que resignarse a “una salida más realista, que es sellar cada identidad cultural como un compartimiento estanco, erigiéndose el Estado como único árbitro y mediador entre ellas”. Siendo esto verdad, habría que ir más lejos y presumir que la dominación no desea tal aculturación, y que esa “utopía ultraderechista” sólo se la creen, en todo caso, las franjas más rancias y/o enajenadas de la clase dominante y (ay) de la dominada, sirviendo cuando hace falta como propaganda electoral y pretexto seguritario[10]. Porque lo decisivo es ahorrar costes y prefabricar el caos en las “sociedades que han perdido para siempre toda homogeneidad cultural, que se encuentran fraccionada en múltiples identidades hasta niveles nunca antes conocidos”. Y de eso se trata, de que no exista reconocimiento mutuo alguno, no vaya a ser que de ahí se rearme también una nueva idea de comunidad y hasta de cultura de clase que se enfrente tanto a la descomposición digital del espectáculo como a los compartimientos estancos de la identidad cultural.

Por esta razón, para ganar la batalla final a los fascistas, y por encima de ellos al capital que crea y administra la “crisis de la inmigración”, hay que ir más allá del antifascismo que se limita al saludable pero insuficiente correctivo físico para ser capaces de reinventar un egrégoro, esto es, una comunidad no sólo de solidaridad y de lucha sino también afectiva, que se proponga descongelar el aislamiento programado que hace añicos las relaciones sociales de lo que antiguamente fue una clase (y clase revolucionaria), y derrotar en su propio terreno emocional a la repulsiva y fraudulenta “comunidad nacional” en la que se apoya el fascismo puro y duro, light o transgénico, esto es rescatando el fragmento de verdad que el fascismo ha secuestrado: el mito de la comunidad orgánica. Porque aunque fatal, la anti-utopía fascista señala con su zarpa negra una realidad, la ausencia de comunidad en la que vivimos, y la anomia social y existencial que tal ausencia genera en la olla a presión del capitalismo desbocado. Es cuestión de los revolucionarios, es cuestión revolucionaria, imaginar, experimentar y consolidar su propio mito colectivo, que encontrará su verdad y su poesía de la unión de todos los esclavos que hoy se sienten distintos y solos. Como decía Bataille hace ya 70 años, “me resulta agradable oponer claramente el principio de comunidad electiva al de comunidad tradicional [léase francesa, o española, o lo-que-sea], a la que pertenezco de hecho, pero de la que quiero desolidarizarme, y, con la misma claridad, a los principios del individualismo que desembocan en la atomización democrática”. Esa comunidad electiva, que la miseria de la ideología de la diversidad no alcanza a vislumbrar, sólo puede surgir de ese “proyecto de lucha más amplio, capaz de unificar a españoles e inmigrantes” del que hablaba “Maroto del Ojo”, pero para ello no se puede ir a remolque de las luchas en las que nos quieren ver, imponiendo al contrario una agenda propia con necesidades y deseos que nazcan del principio de realidad que realmente nos destruye, y no de la ideología, entendiendo que es justamente de ahí de donde nace también el principio de placer que a veces vivimos y por el que queremos vivir, sí, nosotros los utopistas, atravesados por un hambre insaciable de realidad y de sueño.

Es evidente que entre esas luchas necesarias, por poner unos pocos ejemplos que no son de modo alguno un catálogo, estarán el sabotaje de la pulsión consumista que empieza por uno mismo, el desenmascaramiento razonado y umoroso de la dictadura de lo nuevo y de las maravillas de la tecnociencia, la intolerancia explosiva ante la soberbia del patrón y la anestesia del sindicato, el valor para saltar por encima del diálogo de sordos mirando de frente a los otros, la resistencia fanática a que se pierda por completo la ciudad o el pueblo de nuestra infancia, la exaltación incondicional del amor en un mundo que adora la prostitución, o la sabiduría para dar la espalda a los mass-media y a los profesionales del consenso prescindiendo así de intermediarios y adormecedores cuando el conflicto (cualquier conflicto) estalla, y se asoma la tentación inútil del pragmatismo, la negociación y la “sensibilización de la opinión pública”. Pero tampoco deberían faltar otras causas irredentas y otros frentes bélicos, mucho menos obvios pero igualmente decisivos, en los que todavía se entra en liza para buscar y encontrar los yacimientos de lo maravilloso allí donde la economía asegura que no los hay, a no ser como mercancía: en la propia vida, en la experiencia sensible, justo donde, se ilumina el camino que lleva a la autoformulación de una mitología comunitaria calibrada según nuestras auténticas subjetividades. Porque el verdadero fascismo se alimenta no sólo de alienación y miedo, sino también de monotonía, embotamiento, soledad y tristeza; porque la reparación de los vasos comunicantes, y la reconciliación de las diferencias por la que la masa podría cuajar de nuevo en clase, son también a ese precio.

Los demenciales chicos acelerados

Desviado de un texto con el mismo nombre que aparece en la revista Salamandra 17-18.

[1] 24N. Con todas las de perder, vencimos, comunicado sobre los acontecimientos publicado en Klinamen.
[2] Ibíd.
[3] Y ni siquiera en los años 30 ese antifascismo tan añorado era perfecto, pues son de sobra conocidas las limitaciones defensivas y reformistas de un frentepopulismo infiltrado además por los estalinistas.
[4] En la manifestación citada del 11 de mayo, el ejemplo emocionante de unos pocos vecinos aplaudiendo desde la ventana a los manifestantes no podía borrar el vacío del barrio de Usera, sordo y ciego a la protesta y cerrado a cal y canto como cualquier otra mañana de domingo.
[5] Entre tantos defectos, se puede reconocer un mérito en potencia a este tipo de disturbios y protestas: desencadenar “cambios en quienes son sus protagonistas, y la fuerza de la puesta en práctica de la desobediencia” (Pierre Loeb, Motines que hacen estallar un tren o trenes que estallan en un motín)
[6] “Precisamente lo que quieren los campesinos es soñar”, decía en 1936 la Ponencia del Congreso Confederal de Zaragoza de la CNT. Los campesinos, y todos los demás, aunque muchos se hayan olvidado, no sepan cómo hacerlo, o no se atrevan a vivir su sueño.
[7] Una anécdota a este respecto: en la calle Jesús y María, después de una carga policial, arden algunas barricadas que varios jóvenes siguen alimentando arrojando al fuego todo lo que encuentran. En ese momento, un chaval de rasgos asiáticos de unos 12 años, paquistaní o indio (sólo les diferencia la maldita religión), sale de su casa y mira asombrado las hogueras y la basura esparcida por la calle, y pregunta por qué esos jóvenes “están rompiendo y ensuciando el barrio”. Ante la explicación de que es para evitar la “invasión” de los nazis, pregunta candoroso que quienes o qué son esos nazis. Y ante una nueva (y seguramente torpe) explicación sobre “el peligro pardo”, el chaval se encoge de hombros y se marcha tranquilamente por donde le da la gana.
[8] Se reconocerá que durante estos últimos meses se ha estado actuando a contrapelo de cada nuevo disparate propagandístico de la ultraderecha, entrando al trapo sin medir si valía la pena o no, proporcionándoles una visibilidad pública que no tenían, y a un precio demasiado caro.
[9] Como demostraba desde dentro y con todo lujo de detalles el texto ¿Quién espía los juegos de los niños?, firmado por unos misteriosos “Maroto del Ojo”, “el estallido de racismo no ha tenido lugar porque lo impedía una cultura antifascista hegemónica entre los jóvenes de Alcorcón”. En efecto, la reivindicación del carácter obrero y antifascista de Alcorcón fue constante en la mayoría de los comunicados y declaraciones que equiparaban a mafias y fascistas en el mismo efecto nocivo sobre la convivencia, apelándose en cambio a la solidaridad y defensa de esas raíces. Así se pudo leer en Klinamen mensajes sobre los “lazos identitarios profundamente ligados a un imaginario colectivo difuso de barrio obrero”, y sobre cómo “la gente del barrio bajó de las casas a participar y a ver, a jugar y a reconocer en la policía al enemigo y en la prensa a los manipuladores, a los buitres (…) la gente del barrio, nuestras viejas incluidas, y se veía cuando nos invitaban a café en los bares o nos daban noticias”.
[10] La repulsiva política de Berlusconi es a este respecto muy reveladora: se ha azuzado el racismo interclasista que corrompe por igual a burgueses de la Padania y al lumpen napolitano, se ha tomado como chivo expiatorio a los gitanos seguramente por ser irreductibles al trabajo asalariado, pero...el ministro Maroni ya ha matizado que no se va a expulsar a los ilegales útiles del servicio doméstico, pues “Italia viviría un drama socioasistencial”. ¿Alguien se imagina a las SS de Himmler haciendo una excepción así con los judíos? Este ejemplo permite apreciar asimismo las diferencias sustanciales que existen entre fascismos, democracias burguesas y dictaduras militares “clásicas”, reflexión oportuna dada la polémica (y confusión) que tal tema levanta, como lo hizo en el reciente debate sobre “Fascismo, antifascismo y lucha de clases” organizado por Klinamen el 24 de Mayo en el CSO La Casika de Móstoles. Por eso, y sin entrar a fondo en una discusión inagotable, hay que insistir en que la mera existencia de coacción, violencia, tortura, alienación, etc, no es una prerrogativa del fascismo en sí, sino un rasgo constitutivo de cualquier poder que se precie, desde las ciudades-estado sumerias a la democracia liberal o el socialismo real, pasando por los emperadores divinizados de China o el Incaico, las monarquías absolutas del Antiguo Régimen, o la teocracia islámica de los bellos días del Califato Perfecto.

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